Había salido sólo de Buenos Aires
en dirección a las cataratas de Iguazú. Tenía siete días para seguir por una
ruta indeterminada, apenas la frontera como límite para ir y volver
prontamente. Por primera vez en casi dos años, salía de la urbe porteña para
acercarme más a la profundidad de los aires hermanos. La región de la triple
frontera rebota un lastro amargo en nuestra memoria invisible. Pero aun así,
los Chajás no dejaron de cantar. A cada paso adelante, el choque con el
mestizaje de nuestras identidades era inminente.
Eran las 8h54 de la mañana, y ya cumplían tres horas que caminaba sin rumbo por las calles de la pequeña y hermosa ciudad de Colón en la provincia de Entre Ríos. Aprendí con el padre de un gran amigo colombiano a registrar las horas quebradas (¿inexactas?), así fortalecemos la relevancia de los encuentros. Encuentros multidimensionales entre cuerpos escalenos y transterritoriales. Cuando acontecen, puede que captemos algo en transformación; quizá un poco antes, o durante, sino después... o nunca. Pero lo que se desparrama de allí, eso sí ya se nos escapa totalmente.
El primer caso fue el espontáneo
abordaje de Julio, un electricista experimentado de la región, que del otro
lado de la vereda me tiró un silbido "Ey, vos! Tu hermana te está
buscando!". Miré como quien reconoce un pajarito chiflado como yo, y le
contesté en el mismo tono "¿En dónde?". "En la
televisión!", reiteró.
(pausa)
"Mi señora que está allí
-apuntando a la familia adentro del auto viejo- me dijo que te vio en el
noticiero de esta mañana... hace una semana que tu hermana te busca desde
Gualeguaychú". Percibiendo que no estaba de joda, le contesté
"Seguramente no soy yo, soy de Brasil... pero me gustaría ver quien es
este tipo que se parece a mí". Desconfiado, Julio transmitía mucha ternura
en la mirada, de hecho mostraba preocupación. Insistió, "¿No estarías con
problemas en la casa?". Le sonreí con la sinceridad de quién percibe que
el absurdo es totalmente coherente y posible. Quizá yo sea un fugitivo, todavía
lo reflexiono... y seguía "¿Qué haces por acá, entonces? ¿Por qué no
vas a Villa San José? Mucho más lindo".
Eso! Movimiento; estallo de realidad. De una seguiría el viaje a través de la casualidad. En este momento, venía el colectivo, y me dijo "Éste te deja allá". Le agradecí y me fui.
Villa San Jose persiste en su
dinámica melancólica, un tiempo marcado por la brisa. Un pueblo de cierta
importancia histórica con relación a distintas inmigraciones europeas en el
periodo colonial. Esclavos del desplazamiento, que han reconfigurado cierta
cultura local, y han resistido a la propia. El cine de calle funciona en un
antiguo casaron de teatro, y un letrero de cabaret anunciaba el Batman
infantil. Vientos y silencios son emitidos hasta por los trabajadores del
centro. La plaza posee un piso crocante cubierto de piedritas de color. El
museo cuenta meticulosamente el numero de cuerpos extranjeros que se
trasladaron por la región, y sus nacionalidades. Realmente, pocos portugueses
en comparación a los otros.
La mochila aún me pesaba en las
espaldas, y llovía fino. Las frutas y galletitas, ya me las había mandado. Las
caminatas y las dislocaciones por los recuerdos colectivos devoraron el tiempo.
Mi pancita de oso se despertó justo en la sagrada siesta de San Jose.
Empanadas. La señora se intimidó con mi presencia extraña. Le interrumpí su
paz, abrumado por el sonido ambiente de la televisión. Tuvo miedo cuando le
pregunté cómo estaba, y si era el único local abierto. Aparentaba inquietud,
desviándose con gestos manuales, mirando hacia afuera. No parezco turista,
creo. Otra señal de que un caminante no pasa normalmente por esta ruta.
Eran las 16h13. Antes de buscar un
lugar para descansar, preferí aprovechar el momento suspendido del pueblo
durmiente para capturar pedacitos del tiempo, a través del cuerpo y de la
cámara. Producir pantallas destacadas de la cabeza. La repetición, los ruidos,
los animales, la lentitud, los sueños, la fábrica, lo sospechoso... y un grito.
"¿Qué haces acá?!". Miré hacia atrás.
(pausa)
En estos momentos, sigo la vida
pulsar en las venas. Percibo el arte del encuentro, y me grita la posibilidad
del desvío a cada momento. Elecciones que nos surgen como posibilidades de
conexión rítmica con el mundo, sobre todo si estamos atentos a los accidentes.
Remolinos, por cierto.
Era Julio, el mismo electricista
que me había interpelado en la vereda sin número de Colón. Ahora, estaba en la
puerta de su propia casa, metida en los pequeñitos descaminos de barro de una
parte más alejada. Aparentaba una calma familiar. La musicalidad de su habla
era tranquila; pausada y tenaz. Empezó a contarme su participación en la
ingeniería eléctrica de un importante evento que cruzó el pueblo, ...
El motor inconfundible de un auto
vigilante se acercaba lentamente de a poco, y una voz imperativa sobresalio
"Buenas tardes, documentación, por favor". Les miré y registré el
deseo por cumplir órdenes. "Recibimos ocho llamados, por haber alguien
sacando fotos de las casas". Julio de pronto se puso a defenderme. Les
presenté la DNI, "¿No se puede fotografiar en la calle?", les
pregunté. "¿Estudias arquitectura?", me respondieron.
Sonreí. Los vecinos no satisfechos con la chismería, se acercaron.
Horacio, uno de los que había accionado a la policía, nos confesó que su señora
dejara de salir para cortar el pelo, pues tuvo mucho miedo. Pero se dio cuenta
del exagero, y me invitó a conocer un lugar especial de la región.
Eso! Nos fuimos en su auto a una
casa de colección y venta de miles de piedritas semipreciosas en la orilla del
río Uruguay. Un local aislado, digno de vacas voladoras. Adoro el misticismo de
la pureza indescifrable del agua dulce, y su potencial laberíntico
estratificado en ramas interminables.
Los brillos de aquellas semipreciosas sellaban mi impulso aplanado en la cartografía de los encuentros. Ante las formas internas de las piedras, que nos saltan como ensambles visuales, percibí otra vida propia. Aparte, una grieta sobre la imagen de un bosque imaginado, como un pequeño trozo de hielo, irrumpía en los restos de esta dinámica. Su forma de vida estática podría sentirse en el impacto, y moverse por la virtualidad del pensamiento. La vibración parece constituirse como un valor inherente a la vida, que se produce en cualquier estado de naturaleza. Estar vivo presupone experimentar las apariencias que nos invaden.
Si hasta el dibujo mismo quizá ya
nos preexista, me da la impresión de que apenas pertenecemos a una especie más
de mancha, que creemos correr sobre otras. Si aquí participamos de algo es
porque nos relacionamos. Toda relación, pues, refleja un estado de presencia
intermitente. Fuerzas cósmicas, transversales, y a veces perpendiculares. El
río delineaba la ruta a seguir; una invitación a la vida.
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memorias de viaje a las 3h31 del
16 de septiembre, 2015
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